miércoles, 23 de octubre de 2013

Infancia.


Cuando éramos pequeños, tendíamos a necesitar el amor de nuestra familia.
Esas personas imprescindibles, que siempre estaban allí, a las que acudías cuando te caías y te hacías daño. 
Ellos te ayudaban a levantarte sin pedirte nada a cambio.
Te cuidaban, te protegían sin pedirte nada, solamente que te portases bien, y que te comieses todo lo que había en el plato.
Los que tuvimos una infancia así, tenemos suerte.
Es la etapa que nos prepara para la adolescencia, le época más dura, que te enseña a prepararte para la vida real. Que es aún más cruel.
Y, quien no haya disfrutado en la infancia, ¿cuándo lo ha hecho?
Nunca lo va a hacer.
Lo malo es que nos damos cuenta de eso demasiado tarde.
Y las heridas que nos hacemos de mayores no nos las reparan nuestros padres.
Ni nos pueden ayudar a levantarnos, ni nos sostienen.
No nos curan. Aunque lo intenten. Simplemente pensamos que no nos entienden.
Pero, ¿sabéis una de las cosas que tenemos en común con nuestra infancia?
Las heridas.
Siempre son iguales.
De pequeños siempre nos reñían por arrancarnos las costras de la piel, era como si nos gustase sufrir ese poquito, como si nos incomodase que las heridas cicatrizasen.
Pues cuando nos hacemos mayores es igual. 
Rascamos y hurgamos en nuestra propia herida, por miedo, por sentirnos vivos. Y quienes no lo hacen, ya tienen las heridas de los demás.
Y, el día en el que por fin nos decidimos a dejar ir el dolor y a no volver a tocar la herida, para que cierre, es el día más vacío de nuestras vidas.
Y es que debes buscar otra cosa con la que poder herirse...




No hay comentarios:

Publicar un comentario