domingo, 29 de junio de 2014

Nadie es demasiado mayor para oír un cuento de hadas.


Lucila siempre tenía que atravesar un bosque para llegar hasta casa, y aunque solamente tuviese cuatro años, su padre la dejaba ir y venir siempre que quisiera, sola o acompañada, porque el pueblo era tan pequeño y ya se conocían todos tanto, que sentía que no tenía nada que temer.
Y estaba en lo cierto, porque Lucila no se separaba de sus amigas, y ellas la protegían y se preocupaban por ella hasta que cruzaba la carretera que daba al pueblecito de la niña.
Pero las amigas de Lucila no eran el tipo de amigas que solían tener las niñas pequeñas. Las amigas de Lucila eran hadas que habitaban en el bosque, que salían cada vez que el anaranjado sol se ponía, ya que de día era peligroso; solía venir gente de la ciudad a hacer fiestas, celebrar cumpleaños o preparar barbacoas, sobre todo en esa época de verano, y no sería la primera vez que una de ellas era sorprendida por un humano.
Esa noche, Lucila volvía a casa poco antes de que el sol se pusiera, pensando en sus amigas, y deseando que llegase ya el día siguiente para poder volver a verlas. Podía verlas muy poco, porque debía marcharse pronto a casa, pero ese sentimiento de infelicidad por no pasar mucho rato con ellas, se esfumaba cuando le hacían pequeñas ofrendas y regalos para que no se sintiera sola. El regalo de ese día había sido una pequeña piedra, que, según le dijeron sus amigas, cada vez que la tocara escucharía la risa y sentiría el amor de un hada, y sería como estar con ellas de nuevo.

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